Japones que sigue luchando 30 años después

El exteniente del Ejército Imperial nipón fue enviado en 1944 como oficial de inteligencia a la isla filipina de Lubang con la orden de hacer todo lo posible para impedir su caída en manos del enemigo, donde permaneció escondido los 29 años posteriores de que hubiera finalizado la
II Guerra Mundial, aún sabiendo de la rendición, siendo de inteligencia fue de los primeros en enterarse, pero supuso que era una farsa del enemigo, y cuando desembarcaron los aliados, se refugió junto con otros tres en la selva. El soldado del Ejército Imperial nipón vivió durante tres décadas escondido en la selva de Filipinas convencido de que se seguía luchando, Onoda no debía bajo ninguna circunstancia rendirse ni quitarse la vida.
Vivió de plátanos, mangos y el ganado que robaba a los pobladores, secando su carne. Mató a 32 personas entre los que se encontraban policías con su resistencia personal, un mini ejército.

Expediciones fallidas
Tokio y Manila intentaron contactar con los soldados japoneses durante años hasta que en 1959 finalizaron su búsqueda, convencidos de que habían muerto. En 1972, Onoda perdió a su último hombre al hacer frente a las tropas filipinas, Uno de los soldados se rindió en 1950 y los otros dos murieron en encontronazos con locales o con la policía filipina. En 1972, Onoda se quedó solo. Había sido declarado muerto en 1959. En febrero de 1974, el teniente tuvo un sorprendente encuentro: se topó con un viajero japonés que tenía en su agenda encontrarlo a él, un panda y al yeti, por este orden. Onoda le dijo que no se rendiría hasta que se lo ordenara su oficial superior. Así que el Gobierno japonés localizó al mayor Taniguchi y lo envió a Lubang donde, el 9 de marzo de 1974, Onoda por fin se rindió, deponiendo su espada y su rifle de cerrojo Arisaka, el arma estándar del ejército japonés, que conservaba en perfecto estado de revista. Su madre, Tame Onoda, lloró de alegría. Los japoneses recibieron a Onada como a un héroe nacional a su regreso a Tokio por la abnegación con la que había servido al emperador. Tenía entonces 52 años. El exteniente contaría entonces que durante sus treinta años en la jungla filipina solo tuvo una cosa en la cabeza: «ejecutar las órdenes». Enjuto, marcial y orgulloso, Onoda regresó al Japón siendo recibido como un héroe (¡y recibiendo todos los atrasos de la paga!). Fue el último de los soldados japoneses aún en servicio hallados (aunque siguen registrándose rumores de avistamientos de otros que pueden haber sido incluso más empecinados que él). Onoda no fue el último. Por unos meses le ganó el soldado Teruo Nakamura —recuperado en la isla indonesia de Morotai el 18 de diciembre de 1974—. Pero Nakamura, aunque alistado en el Ejército Imperial, había nacido en Taiwán y era miembro del pueblo ami, así que los japoneses tendieron a no contarlo. Además no era oficial. Onoda, al que el presidente Marcos de Filipinas le perdonó el desliz de haberse cargado a unos cuantos pobladores con la guerra acabada, no se encontraba cómodo en el Japón moderno y emigró a Brasil donde se dedicó a la cría de ganado. En 1989 volvió a Japón y puso en marcha un campamento itinerante para jóvenes en el que impartía cursos de supervivencia en la naturaleza y escribió su increíble aventura en el libro «No rendición: mi guerra de 30 años». "Era un oficial y recibí una orden, si no la hubiera cumplido me habría avergonzado", explicó de su actitud Onoda en una entrevista. La experiencia de Onoda, que por otro lado es una formidable aventura en la que se mezclan Robinson Crusoe y Guadalcanal, muestra hasta qué punto llegó la fanatización del soldado japonés. Es difícil no sentir sin embargo, paradójicamente, cierta fascinación y hasta admiración ante la tenacidad y el espíritu de entrega y resistencia de hombres como Onoda, viejos últimos combatientes de una guerra largo tiempo librada y perdida.

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